Hey, Noah!
He dado otro paso por ti. Después de meses sin salir de casa, estuve frente a los participantes del Campamento del Talento. He sido embajador: compartiendo conocimientos y evaluando los proyectos de los talentosos.
No ha sido una tarea sencilla. En ocasiones sentía que las palabras no salían, aunque podía dibujarlas en el trastero de mi mente. Otras veces mi cerebro se desconectaba buscando tu sonrisa; eran milésimas de segundo en las que me perdía e intentaba disimular. Era inevitable que se notara mi falta de fluidez al comunicarme.
Que me perdonen los talentosos, soy consciente. No han visto mi mejor versión. Perdóname también tú, hijo mío. No estuve a la altura de lo que te mereces. Donde antes había un cielo azul infinito, ahora tengo un techo de hormigón que me limita. Llegará el día en que, tú y yo, unamos fuerzas y lo rompamos. Sé que por ti voy a mejorar, pero necesito tiempo para sonreír e impulsarme en cada segundo que te recuerdo.
Vamos al cuento, coleguita.
Hace muchos años, cuando era apenas un niño, tenía la costumbre de acompañar a mi abuela a trabajar en sus huertas. Cada verano, cada fin de semana, cada festivo, siempre que no tenía que ir al colegio. Eran huertas de “un poquito de todo”, como ella solía decir, y estaban a unos dos kilómetros de nuestra casa. Cada día caminábamos esa distancia de ida y vuelta, siempre juntos.
Para mi abuela, el trayecto no era fácil: el sol apretaba y las fuerzas no siempre alcanzaban. Así que hacíamos paradas bajo la escasa sombra que ofrecían algunos almendros a lo largo del camino. Respiros, breves pero necesarios.
Un día, antes de empezar nuestra rutina, abuela me regaló una pequeña azada, a la medida de mi cuerpo menudo, para que la acompañara a las huertas. Recuerdo lo orgulloso que caminaba con la azada al hombro: dos kilómetros de gloria para un niño grande.
Llegó el momento de estrenarla. Fui a la huerta que aún no tenía cultivos y empecé a cavar. Cada día excavaba un poquito más, con el esfuerzo que un niño podía dar. Cuando el hueco alcanzó un tamaño considerable, mi abuela me preguntó qué estaba haciendo. Y recuerdo, con absoluta claridad, la respuesta que le di:
– Quiero cavar hasta llegar al otro lado del mundo.
Mi abuela sabía que mi meta terminaría en un rotundo fracaso, pero, en lugar de desanimarme o decirme que no lo hiciera, solo añadió:
– Ten cuidado. Bebe agua.
Jamás me quitó la ilusión con mi plan para ese verano. Cada día la misma rutina: caminábamos hasta las huertas, sacaba mi azada y a cavar. Hasta que llegó el día del fin. A mis pies apareció una sólida losa, el límite: ¿era un techo o un suelo? No lo sé. No podía demostrarlo. Pero estaba convencido de que, al otro lado, había gente caminando del revés.
Sí, en ese momento sentí una profunda decepción, acompañada de su correspondiente frustración. Pero años después, cuando mi abuela se fue a preparar tu cuna, en una de mis reflexiones existenciales, me di cuenta de que ella me había dado la lección más importante de mi vida: la que marcó las pautas para ser la persona que soy. La clase maestra que definió las destrezas que llevo en mi mochila.
Sin ser consciente, aprendí que hay muchas acciones que, de base, no tendrán otro final que el fracaso. Pero incluso en el más notable de esos fracasos se puede encontrar el éxito en el camino. ¿O acaso no es ya un éxito desarrollar constancia, perseverancia, trabajo en profundidad, capacidad para absorber la frustración y ser feliz con el acto y no con el resultado? Un resultado que, en ocasiones, puede ser incluso injusto.
¿Quién soy yo para decirles a los talentosos que no lo intenten o quitarles una idea de la cabeza solo porque yo no tengo su visión? Fracasar está bien, siempre que no hagamos daño a otras personas ni a nosotros mismos, porque también hay que entender que hay quienes nos quieren y no quieren vernos rotos.
Noah, como Peter, no podrás crecer. Tus sueños siempre serán los de un niño: puros e inocentes. Confío en ti para cuidar de las niñas y niños del Campamento del Talento. No dejes que se olviden de soñar. No dejes que el miedo al fracaso se coma sus ilusiones. Nos veremos todos en Nunca Jamás, en una isla llena de piratas, sirenas, hadas y aventuras. Somos el campamento de los niños perdidos.
Todos contra Garfio.
Te quiere,
tu padre.